
“Así amarás al árbol
a cuyo pie regresas,
una y otra vez, adormecido.”
Norge Espinosa
Un tanto a la manera de Cernuda
El marcado interés del oficial de la Seguridad del Estado en el Entronque de Herradura por entrevistarse conmigo
venía del año anterior. En 2004 había querido quemar un ejemplar de mi primera novela, No llores ni tengas miedo, conmigo no te pasará nada, Editorial Egales, 2000. Quería evitar que fuera leída en mi pueblo.
Un conocido de toda la vida, es decir, un vecino del Entronque, leía uno de mis capítulos en voz alta a otro paisano en un bar llamado Mar- Init. Un maestro de la escuela Sierra Maestra, donde hemos estudiado todos los entronqueños, es decir, otro vecino, al escuchar la lectura de mi texto desde la mesa contigua, se levantó sigiloso, fue hasta la estación de policía (DOP), y denunció al vecino-lector-de toda la vida, a mi novela y a mí.
El oficial de la Seguridad se presentó en el Mar-Init y se llevó detenidos al hombre y al libro. Yo estaba en España. El inspector de las ideas, o como quiera que se llame la función que cumple ese cargo que intimida a todos en el pueblo, soltó al vecino unas horas después. Pero mi novela seguía prisionera. La quemaremos, aseguró el seguroso. Y la cita conmigo quedó en el aire.
El lector salió corriendo a casa de la amiga que se la había prestado y le contó lo sucedido. La mujer se presentó de inmediato en las dependencias policiales exigiendo la devolución de su ejemplar. Está dedicado por el autor, es un recuerdo con mucho valor sentimental para mí, dijo. El oficial de la Seguridad insistía en que lo iba a quemar: Es un texto contrarrevolucionario, lo calificó. Y sí, por lo que puedo ver, el autor es amigo suyo. Es como un hermano para mí, lo puede comprobar en la dedicatoria. Ya veo, dijo amenazante el oficial con el libro abierto en la primera página. Pero solo en la primera página. Tanto insistió la mujer que, el libro le fue devuelto. Eso sí, bajo la promesa de no seguirlo prestando y dígale al escritorcito ese que no se olvide que él es de aquí del Entronque de Herradura, en cuanto vuelva a poner un pie aquí tendrá que venir a verme, sentenció.
Llevaba más de tres años sin ir a mi pueblo, sin ir a Cuba, sin ver a mi familia. Tuve miedo. No podía, no podré creo, evitar nunca la sensación de haberles fallado en algo. Por desinteresados que sean o intenten demostrarme que lo son, está esa otra “frustración del emigrante” de la que se ha hablado tanto. Del que se va prometedor y regresa, sino peor, al menos normal. Sin rimbombancia ni abundancias. Y yo, hijo del Miami chiquito, aunque no viniera del opulento Mayami grande, no podía dejar de sentir cierta tristeza en sus miradas. Cierta compasión. No les hablaba del carro del año, de mi piscina. Ni siquiera de una casa propia.
Una pregunta revoloteaba en el aire: ¿Para qué te fuiste? No podía responderles que para recuperar una cotidianidad menos vigilada, menos juzgada, menos sospechosa. Pero ni siquiera eso había logrado del todo. Aunque evolucionado, menos dirigido, mi maridaje politico tampoco había evolucionado hacia ninguno de los dos extremos habituales. Es decir, yo seguía siendo esa otra mitad que decide el resto. Este ni llega ni se pasa, decían. ¿Quién es?
Llegué. Era diciembre y 2005. Sabía que era esperado con ganas por el jefe de la Seguridad del Estado y, efectivamente, cumplió su amenaza:
Me recibió en el portal del DOP.
Si no recuerdo mal, sus siglas responden al nombre de Departamento de Orden Público. El agente me mandó pasar. Otro interrogatorio. Otra silla frente a otro extremo. Otra exigencia de militancia. Otra posición maniquea. Otros muchos años después, pero esta vez en la estación de policía de mi pueblo natal, Entronque de Herradura, Pinar del Río, Cuba.
Así que usted es el famoso Li. Sí, y usted el famoso oficial que atiende al Entronque por la Seguridad del Estado, dije. Daba inicio el combate definitivo, nada más y nada menos que en aquel preciso lugar. No quedaba ni rastro de la puerta metálica como las del garaje vecino, con el que compartió portal antiguamente. Esas puertas de aluminio que al abrirse emiten el sonido de toda una época. La pared del frente estuvo pintada del mismo azul garaje. Al lado derecho de la entrada, las letras amarillas con bordes blancos recordaban que uno entraba a la Fonda El Roble. Me lo había contado mi padre y posteriormente mis hermanos.
Una seguridad rara se apoderó de mí desde el instante mismo en que traspasé la puerta. Las cuatro paredes donde iba a ser interrogado acaparaban mi mayor atención. El policía de las ideas y yo nos estrechamos las manos tras la presentación. Parecíamos dos luchadores antes de empezar el combate. La flexibilidad adquirida en el futuro desde el que iba yo, España, llegaba al pasado maniqueo que se vive en el Entronque de Herradura con mucha fuerza. Pero lo que me hacía sentir más fuerte y seguro era el hecho de encontrarme en aquel lugar precisamente.
Esperé a que el policía me mandara a sentar. Lo hizo repochado ya sobre el viejo taburete lleno de secretos. Contésteme en voz alta: Nombre completo. Dos apellidos. Edad. País de afuera donde vive. Cuántos días piensa estar en el Entronque…
Mi memoria se había instalado en un tiempo muy lejano. Fuera del alcance del oficial de la Seguridad del Estado, que dejó de importarme de inmediato. ¡Cuarenta y cinco años después había vuelto a entrar! Los no recuerdos del lugar acudieron en mi rescate, llegaban a mí convertidos en ecuanimidad. No en rabia ni soberbia, si no en algo bueno que venía en mi ayuda. Era completamente imposible compartirlos con el vigilante de pensamientos que tenía ante mí. Un ciclón de emociones me envolvía. El agente no podía sentir ni la más mínima brisa de la ventolera que revoloteaba ante sus ojos. Solo veía al escritor de un libro “contrarrevolucionario” que él estuvo a punto de quemar. Alguien le dijo que mi libro hablaba de cosas diferentes a las que él piensa. Por tanto, no era yo quien le interesaba sino el enemigo que veía en mí.
Ironías de la vida, jugarretas del destino, malabares de la existencia, cierre de una etapa… Lo que sea. Pero la estación de policía en la que estaba a punto de ser interrogado había sido, hasta principio de los años sesenta, el bar-fonda El Roble, propiedad de mi padre. El lugar donde nací mis dos primeras veces y al que nunca había vuelto. El espacio donde estuvieron mi cuna y la nevera en la que mi abuela guardó la cabeza del gato que quiso comerme el primer día de nacido. En los salones donde antiguamente se sirvieron las masas de puerco fritas más ricas del mundo, hoy se interroga e intimida.
Respondía las preguntas del agente
de manera casi automática. Mi mayor impresión la seguía produciendo el hecho de que por primera vez, con capacidad para recordarlo, entraba en el lugar más importante de mi vida.
Dentro, donde está el tétrico despacho, estuvo la barra. Allí se hacían al momento los jugos de frutas tropicales más frescos y sabrosos de la zona. Según mis hermanos, el mostrador estaba recubierto de zinc… Vayamos al grano, me dijo el seguroso rescatándome para su realidad: Usted está aquí porque ha escrito un libro contrarrevolucionario. Frente al mostrador estuvo la zona de mesas para los que iban a picar algo rápido. Sobre una de ellas seguimos comiendo hoy, cuarenta y ocho años después, en mi casa. La cuidamos como un trofeo, como una reliquia familiar.
Usted está aquí porque ha escrito un libro contrarrevolucionario. La especialidad de mi padre era la carne mechada asada en casuela y las masas de puerco fritas. Los camioneros que recorrían la isla desde el Cabo de San Antonio hasta la Punta de Maisí, aseguraban que en ningún otro lugar de Cuba se comía mejor comida criolla que en El Roble. Me entraron ganas de llorar, pero se me quitaron enseguida. Lo he citado, me recordó el oficial una vez más, porque usted ha escrito un libro contrarrevolucionario.
Mis ojos regresaron desde todo lo imaginado por lo que andaban, hasta los del policía. Es increíble, le dije, en España se sospecha que soy un agente secreto de la Seguridad del mismo Estado que usted representa y aquí en el Entronque me acusa de ser todo lo contrario.
Mire… Continué mi perorata con la intención explícita de no dejarlo hablar. Si yo hubiera escrito un libro contrarrevolucionario, como lo califica usted, ¿se cree que este interrogatorio se estaría produciendo? ¿Realmente piensa que soy tan estúpido como para arriesgarme a entrar en el Entronque para que, por ejemplo, usted me interrogue, como sabía desde antes de salir de España que usted pensaba hacer en cuanto llegara aquí? Sé desde hace un año que me estaba esperando como cosa buena… Aquí me tiene de cuerpo presente, ¿sabe por qué?, porque no tengo nada que esconder. Porque ese libro que quería quemar sin leer no fue escrito contra nada ni contra nadie. O sí, contra la intolerancia…, pero yo sé que ese no es su caso, dije aupándolo por primera vez.
El oficial quedó suspendido en el aire. Me miraba fijo desde la cima de sus puños cerrados en forma de uve invertida, en los que apoyaba su mentón. Allí debió estar la cocina. Aquella puerta partida por la mitad era por donde mi padre sacaba los platos que mi madre llevaba a las mesas. Por esa misma rendija vigilan ahora a los que ellos consideran delincuentes ideológicos. Ese libro se ha publicado en el año 2000, continué regresando nuevamente a sus ojos. Es la séptima vez que vengo al Entronque desde que se publicó en España y nunca me han llamado de ninguna de las instituciones culturales a las que pertenezco. Ni siquiera las que respaldan mi estancia en el exterior. Ninguna autoridad cultural o política me ha reprochado ni cuestionado nada. Nunca. Hasta al ministro de cultura le han preguntado por mi libro, entre los de otros autores cubanos, en una entrevista en Madrid para la revista Tiempo… Se la extendí. Llevaba una copia con ese propósito. El ministro respondió: “La clave es, yo creo, que hay una cultura general alta en Cuba. Y segundo que nos han tocado tiempos muy convulsos, muy intensos. La narrativa se alimenta mucho de las contradicciones. Las tensiones históricas producen grandes obras literarias. Es lo que quizás nos está pasando”.
Ah, coño, Abel Prieto, reaccionó el agente al ver la foto. La UNEAC es de Abelito, carajo, ese sí que es el mejor pinareño que tenemos aquí, agregó después de leer el párrafo resaltado. La habitación desde donde se lanzó el gato para comerme debió estar allí. Trataba yo de adivinar. Me devolvió el recorte. Si lo que quiere decir usted, le dije mirándole otra vez a los ojos, es que Abel Prieto es el presidente de la UNEAC, ni siquiera lo es ya, ahora es ministro de Cultura. Ah, coño, ¿lo ascendieron?, ¿desde cuándo? y pero dígame otra cosa, artista… Esa marca en el suelo debe ser de los taburetes al apoyarse la gente en las patas traseras durante tantos años. En este punto, como si pudiera escuchar mis pensamientos, el policía se echó hacia atrás y se acomodó sobre el viejo asiento rural. Miré al suelo para comprobar si el desgaste de la madera encajaba perfectamente en el del cemento. Confirmado: ese taburete en el que está repochado mi interrogador fue de mi padre.
…Ustedes los artistas son del carajo,
si a usted se le ocurre decirme ahora mismo que eso de ahí no es un ventilador… Señaló para un viejo ventilador soviético, de aquellos plásticos que venían con los refrigeradores para descongelarlos y que el gobierno vendió como estímulo a los trabajadores destacados. Este, como todos los que han sobrevivido a la Perestroika, tenía las aspas derretidas hasta la mitad. El aire que me llegaba de los muñones soviéticos era más bien caliente. Olía a goma quemada.
…Uno tiene que creerse que eso no es un ventilador porque usted lo dice, insistió. Bueno, de hecho ni yo me creería que lo es, le dije señalando a la caricatura en que se había convertido el aparato, y a punto de soltar una carcajada. Tosí para disimular el impacto de su seriedad. El arte, oficial, le regala la libertad de poder elegir su propia versión de lo que ve. De lo que lee. De lo que siente ante lo que está mirando… No tiene por qué coincidir conmigo en que eso de ahí no es un ventilador si usted está convencido de que lo es. Entonces yo puedo considerar que su novela es contrarrevolucionaria, aunque usted me asegure que no, me soltó. ¡Claro!, por supuesto, pero si la ha leído, no si se la ha contado otro. Esa es la cuestión.
El agente tomaba notas sin parar. Yo estaba completamente seguro de que tras las puertas donde están ahora los calabozos, estuvo mi cuna de recién nacido y recién muerto. Trataba de adivinar el lugar exacto dónde estuvo el escaparate desde el que se produjo el salto del gato. Bueno, yo no tengo tiempo de leer, y menos ese tipo de libritos. Regresé de mis ensoñaciones para ocuparme de mi realidad: Pero sí para juzgarlo sin conocer su contenido… ¿No cree que eso es peligroso? ¿No cree que puede traicionarlo y hacerle tomar decisiones injustas?, cerré. El policía continuaba escribiendo sin que yo pudiera ver qué. Parecía como si tomara un dictado de todo cuanto le decía. Continué después de verlo descansar un instante: Yo puedo hablarle de la novela que escribí, pero no de la que a usted le han contado. Bueno, bueno…, rezongó y soltó el mocho de lápiz. Volvió a apoyarse en las cuatro patas del que debía seguir siendo mi taburete. Me miró en silencio. Lo miré y volví a auparlo: El artista ahora es usted, sino ¿cómo sabe que mi libro es contrarrevolucionario sin haberlo leído?
En su libro se dicen muchas cosas, aseveró. Claro, para eso se escriben los libros, aseveré yo. Empezaba a cansarme. La mañana avanzaba y yo debía irme al aeropuerto a buscar a mis amigos españoles y franceses que venían a pasar el fin de año en El Entronque. Me refiero a muchas cosas contra la Revolución. Y dale, mi libro no fue pensado ni sentido ni escrito contra nada ni nadie, léalo.
¿Tampoco contra la Revolución?, quiso asegurarse.
Le mando un ejemplar dedicado si quiere. La interpretación del que vino corriendo a avisarle aquí a La Fonda de mi papá… Quería haberle dicho, pero no lo hice. …al DOP, no es asunto mío ni suyo, él tampoco lo leyó, solo escuchó leerlo. Es a ese lector de segunda mano a quien debe de estar interrogando aquí. Cada cuál lee el libro que le conviene y, si nos ponemos estupendos con el tema, hasta lo termina de escribir mientras lo lee. A que si le pregunta al compañero que estaba leyéndolo en el Mar-Init…
¿Compañero?, ese hijo de puta no es ningún compañero, es un contrarrevolucionario, un gusano, un disidente, me interrumpió bruscamente. No llame compañero a ese sujeto, a ese individuo, a esa escoria, a esa lacra antisocial que, ¡por suerte se fue ya para Mayami en una balsa! Lo que debió es haberse ahogado. Me tenía sin dormir el muy cabrón, vigilándolo a toda hora. Ha sido un descanso que se fuera. Es un vecino de aquí de toda la vida, mío, suyo, le dije con mucha calma. Así piensan ustedes los de afuera, respondió con cara de asco. Nosotros, los que estamos aquí jamándonos un cable, lo llamamos de otra manera: traidores, cerró con fuerza. Y traedores, pensé yo, pero tampoco se lo dije. En aquella esquina estaba el bañito que daba al patio adonde venían los hombres del Entronque a beber cerveza con sus queridas en las tardes de mucho calor, que es decir todas las tardes. Como esta de diciembre.
Artista,
volvió a rescatarme el policía, yo sé cada paso que dan y lo que hace cada uno de ustedes que vive afuera nada más pisar este Entronque. Sé cuanto se gastan en las tiendas y cuánto pagan diariamente por esos carros de turismo que alquilan para hacerse los chulos… Todavía me quedaba espacio para el asombro. Lo imaginé yendo a recoger todas las tardes el parte de las cajas registradoras al garaje, al rentacar, al bar La Paz, al Mar-Init, a la TRD, al Contenedor… A todas las shopings.
Que le quede claro una cosa: ustedes entran aquí en este pueblo porque yo los dejo. Si levanto ese teléfono ahora mismo y doy un parte negativo, ni usted ni ninguno de esos alardosos que vienen haciéndose los lindos como si fueran los dueños del Entronque, volverán a poner un pie en él más nunca. Se les va a olvidar donde nacieron.
Lo miraba fijamente y en silencio. Uno de ustedes, prosiguió, hasta quiso donar una ambulancia al policlínico de aquí. Pero si no hay, eso es una buenísima idea, ya me gustaría a mí poder hacer algo así, le aseguré. Inmediatamente traté de pensar en qué vecino del Mayami chiquito, que se haya mudado para el Miami grande, le podía ir tan bien para hacer semejante hazaña. No di con ningún nombre porque son demasiados los que se han ido.
Aquí el único que puede donar cosas al pueblo es el Comandante, me recordó el interrogador. Sabrán Dios o El Diablo de dónde ha sacado ese dinero el hijoeputa ese… Y el otro día, un negrito cabeza’e clavo de allá arriba de la Guaracha, que salió del Entronque hace cuatro días como quien dice, se gastó, ¡solo en cerveza y ron!, trescientos ochenta y siete dólares con cincuenta y cinco centavos… Y lo ves como se pasea en el carro que tiene alquilao con aire acondicionado como si se hubiera vuelto blanco. ¿Qué pretende con eso, chico?, ¿quiere restregarnos algo a nojotros aquí?
Detesté sentir rabia por él. Preferí compadecerlo. Entonces el militar se volvió minúsculo. Tuve que levantarme para mirar si seguía detrás de su buró. Se había convertido en una partícula. En una cucaracha. El dolor por la precariedad del local donde mi padre se dejó la juventud, donde yo había nacido dos veces y en el que estaba siendo intimidado, quizás hasta el punto de alcanzar un quinto nacimiento, tras escapar de las garras del gato de mi abuela a las veinticuatro horas de nacido, al regresar vivo de una guerra en África y al reencontrarme conmigo mismo en España. Toda esa carga, unida a la vejez de su discurso, lo empequeñecieron hasta casi hacerlo desaparecer.
Pensé decirle que le compraba el taburete. Quería rescatarlo del sufrimiento que padecen sus huesos de madera, ya viejos y mal alimentados. Cuando volvieron a crujir, me ericé. Pero el llanto de mi taburete no me impidió oír el último disparo del policía de las ideas, apuntándome con sus ojos: Creo que en su novela hay hasta un maricón…
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